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lunes, 31 de agosto de 2020

Ronda nocturna.



 

Mantuve las cortinas abajo hasta que el espectro anaranjado terminó por apagarse. Había llegado la hora de tomar las armas una vez más y defender mi último remanente de cordura, así que me ceñí el aceitoso traje de caucho sobre mi carne blanca y escurrida para después colocarme el yelmo abollado.


Cada uno de mis movimientos era supervisado en forma minuciosa desde el exterior por ellos, no estoy seguro si también cada pensamiento pero no me extrañaría que fuese así, por eso siempre resultaba imperativo reducir al máximo toda señal de vida al interior de mi improvisada trinchera. Si bien esta campaña se tornó imposible de sostener por más tiempo y a causa de ella perdí lo poco que consideraba de valor en esta vida, mi empleo, los pocos amigos cosechados a través de mi fugaz carrera como escritor.

También me dotó de un propósito irresoluble: el llevar a la tumba la mayor cantidad posible de esas bestias cuya existencia era probable que se debiera a uno de tantos y garrafales errores cometidos por la Naturaleza..


La noche anterior logré abatir a uno luego de una escaramuza interminable que casi me cuesta la vida. Unos centímetros más y aquella violenta brazada me habría arrancado la testa. Al principio los maullidos de los gatos me alertaban de su presencia pero al cabo de un tiempo acabaron con todos, era una verdadera lástima que animales poseedores de una dignidad, casi monárquica, encontraran la muerte a manos de esos seres repugnantes cuya presencia oscura y grasienta me revolvía el estómago. Dada su esencia mezquina y primitiva, como la de los más degradados ejemplares entre los grandes primates e incluso de las primeras muestras del género humano, era del todo posible que hoy al oscurecer trataran de cobrar venganza.


Cargué los últimos cartuchos de la Winchester de mi difunto abuelo Whipple y dejé la puerta entreabierta, de manera que al girar el pomo se lleven una grata sorpresa pues yo estaría aguardando a mitad del pasillo con el arma a punto. No hay en mí vergüenza alguna pues no merma el orgullo de un caballero a la vieja usanza valerse de algunas artimañas para salvar el pellejo, más si se trata de erradicar a tan detestable compañía.


No hubo tiempo para afinar los últimos detalles y en un pestañeo irrumpieron como el infierno con su tropa de ángeles vendidos a las profundidades. Por mero reflejo disparé a todo cuanto se moviera y alcancé a cobrar un objetivo cuya figura quedó incrustada en el muro pelado.


Uno de me tomó por el torso y me lanzó por los aires, mi cabeza rebotó con violencia dentro del yelmo y el dolor casi me hace perder el conocimiento.


Estaba lejos de recuperar la compostura cuando el vestíbulo se llenó de pasos viscosos, sentí la agitada respiración de uno de ellos recorriendo mi pecho como si tratara de reconocerme a la manera de los cánidos.


De igual modo pude percibir su aborrecible hedor a brea, una de sus hembras chillaba y otras dos debatían en acalorada discusión mientras tiraban de sus propios cabellos, al parecer era uno de sus vástagos a quien yo reventé con tan acertado disparo.


Me extrajeron el casco y fui forzado a confrontar a la madre, por un momento creí haberlos juzgado de manera equivocada al atestiguar el vivo dolor generado por la pérdida fortuita.


Eran tan humanos como yo y al mirar sus ojos inyectados de furia y sus torvas caras gruñendo con todos los dientes de la oscuridad, entonces comprendí que si bien eran capaces sentir algo tan elevado como la empatía también podía esperar que manifestaran lo peor de nuestra propia condición.



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