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viernes, 30 de octubre de 2020

 

Tuvimos una televisión donde mi padre y yo solíamos ver películas de terror todos los viernes durante mi niñez, ese era nuestro ritual secreto. Según mi papá, ese viejo aparato comprado durante un viaje a  Laredo tenía la particularidad de que sólo captaba la señal los viernes a medianoche, nunca supimos por qué. 


Tiempo después crecí y las cosas cambiaron mucho entre nosotros. Uno de esos días salió a comprar  pero ya no regresó, lo buscamos por todas partes, después de eso, no volvimos a saber más de él. 


Años más tarde, mamá adquirió una rara enfermedad por culpa de una tipa que le estornudó en plena cara. Yo me dediqué a cuidarla pero su cuerpo no resistió y a los pocos meses también se fue, y con ella mis deseos de seguir aquí, ella era lo único que me mantenía en esta casa. 


Pasaron semanas hasta que decidí empacar y vender la propiedad, una noche mientras revisaba el cobertizo encontré el viejo televisor, sepultado entre torres vencidas de periódicos y revistas de manualidades. Era tal como lo recordaba: un cubo color negro mate con un par de largas antenas plateadas, esperé hasta la hora indicada y lo encendí, pero este ya no proyectaba ninguna película sino el rostro encapsulado y suplicante de mi padre. 

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